Debemos situarnos en un momento en donde todo lo que se podía reclamar estaba quieto, en suspenso, en silencio, rozando el olvido. Cada habitante de la Patagonia sentía (y aun siente) ese viento frio en la espalda que nos indica que, aunque caminamos los caminos, pasamos noches y días, hacemos planes, construimos casas y edificamos planes que nunca se realizaran, seguimos siendo extranjeros en una tierra que se deshabito a costa de sangre y eliminación. Con directrices desde 1500 km en tierras que debían vaciarse y pueblos con historias que debían olvidarse. Sin embargo, ese viento que nos da esa palmada de nuestra eterna realidad de una realidad heredada, con responsabilidad o no, como habitantes de un suelo que siempre nos recibirá como extraños o invasores. Aunque aprendimos a convivir con esa sensación, los sentimientos de ocupantes foráneos se alinearon al odio y repulsión a un monumento en particular: el general roca y su caballo. No tanto a su caballo, quien permanece con la cabeza gacha quizás entendiendo que no es responsable de la persona que lleva en su lomo, sino por el mismísimo general roca. Responsable de la matanza denominada elegantemente "conquista del desierto" aunque debió ser llamada "eliminación para todo lo que pueda ser diferente a la europeización latente y emergente". Demasiado largo, pero para nada alejado de la realidad. Atados de pies y manos, y sin poder hacer nada más que escupirle un buen gargajo de esos que se nos acumula en la garganta de resfríos y gripes mal curadas, de repente aparece una banda que filma imágenes del caballo y cuenta la historia que todos sabíamos, que todos sentíamos pero que nadie podía poner en palabras. No fueron palabras sino imágenes con grafitis que tenían escrito lo que no encontrábamos como decir. Ahí estaban tres tipos llevando adelante un grito que conocíamos todos, un grito que ya no podía ocultarse, que no podía seguir siendo silenciado en una mirada de hierro. "Memoria ancestral" comenzó a sonar y ya nada fue igual.

Entramos en una sintonía diferente, en una afinación diferente, una sensación que nos conectaba con una parte de nosotros sin decir una sola palabra.